Christine de Pizan (1364-1430)

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British Library . Harley 4431, f.259v. [Wikipedia]

Christine de Pizan nació en Venecia en 1364 y murió en el monasterio de Poissy en 1430.  Fue una filósofa, poeta humanista y la primera escritora profesional de la historia.

Christine de Pizan era hija de Tomasso de Pizano, un físico, astrólogo de la corte y canciller de la República de Venecia. Cuando Christine tenía cuatro años, el rey Carlos V de Francia invitó a su padre a la corte como astrólogo, alquimista y físico. El sabio boloñés, enviado a París como embajador por la República de Venecia, había puesto como condición para establecerse definitivamente en la corte de Francia, «como dilecto y estimado físico de Su Majestad», contar con una mansión digna y con una renta de quinientas libras de oro. Cumplido con creces el pacto gracias a la generosidad real, acababa de traer a París a los suyos.
Después de aquella entrevista con la familia de Pizzano, el rey mandó que la hija de su físico participara en todas las fiestas divertimientos de la corte compatibles con su tierna edad y fuera educada como una princesa.

A partir de entonces Christine vivió en el seno de una corte de ambiente humanista, con una lengua que iba a hacer suya, adoptó también un nuevo país que jamás abandonaría desde aquel día de 1368 hasta la hora de su muerte en 1430, pese a las ofertasque, siendo ya escritora famosa en todas las cortes europeas, había de recibir a lo largo de los años.

La madre de Cristina, hija también de un gran sabio, el anatomista Mondino de Luzzi, aparece sin embargo en el texto de La Ciudad de las Damas como defensora de la dedicación de su hija a las tareas del hogar, en claro contraste con su padre, que la impulsa hacia el estudio. Tanto el círculo familiar de Cristina como el de la corte de Francia obedecen a un espíritu crítico, de libre examen y basado en la experiencia, rasgos de modernidad que brillan en varios pasajes del texto, donde la autora reivindica la experiencia que de su propio cuerpo tienen las mujeres para contrarrestar el discurso misógino que sostiene la autoridad masculina, como en el caso de las doctrinas eclesiásticas y de los tratados médicos.

La piadosa madre de Christine, que la había bautizado con el nombre de  «discípula de Cristo», le leía la Leyenda Áurea de Jacobo de Vorágine, mientras que su padre insistió, en cambio, para que fuera instruida en latín, francés e italiano. De la lamentable educación que pretendía darle su madre habla Cristina por boca de una de sus consejeras en el libro I (cap. 36) de La ciudad de las mujeres:

«Tu padre, gran sabio y filósofo, no pensaba que por dedicarse a la ciencia fueran a valer menos las mujeres. Al contrario, como bien sabes, le causó gran
alegría tu inclinación hacia el estudio. Fueron los prejuicios femeninos de tu madre los que te impidieron durante tu juventud profundizar y extender tus conocimientos, porque ella quería que te entretuvieras en hilar y otras menudencias que son ocupación habitual de las mujeres».

Ello no impidió el amor filial de Cristina por su madre. Como podéis leer en el fragmento de La ciudad de las damas de más abajo, la madre de Christine aparece en el texto desde el umbral, antes incluso que las tres Damas o figuras alegóricas, que surgirán luego ante Cristina, y lo hace de forma muy prosaica, propia de su función materna y nutricia, interrumpiendo la lectura de su hija para llamarla a cenar, como si Cristina pretendiera poner de relieve la necesidad del sustento alimenticio, tan importante como el intelectual.

 hijo de una familia noble de Picardía, que a los veintiaños acababa de obtener e! cargo de notario de! rey.
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En 1380, a los quince años, Christine  «bañado en almizcle su cuerpo, enfundado por
sus doncellas en un largo vestido de seda, coronada de oro y enjoyada»,  se casa con  Étienne du Castel, hijo de una familia noble de Picardía, que a los veinticuatro años acababa de obtener el cargo de notario del rey. Aquello, que bien podía haber sido un matrimonio de conveniencia, gracias al cual el físico del rey viera confirmada su influencia en la corte, resultó ser una década de amor apasionado, «desde la primera noche», como reza el verso de una de sus baladas.

Etienne, al igual que el padre de Christine, insistió en que su esposa continuase leyendo, escribiendo e instruyéndose. Christine logró un excepcional equilibrio en el mundo femenino: estaba casada y tenía tres hijos, papel que combinaba a la perfección con sus estudios y sus escritos.

El mismo año de su boda, 1379, las desgracias empiezan a abatirse sobre la corte de Francia y también sobre la familia de Cristina. El rey pierde a su buena reina, Juana de Borbón, y a su fiel condestable, Beltrán du Guesclin. Al año siguiente sucumbe él mismo a una crisis cardíaca. Le sucede el Delfín, un niño de doce años de carácter inestable y violento que había de pasar a la Historia como le Roi Fou. Más grave aún, el padre de Christine pierde el favor de la corte y cae en desgracia no solo él, sino la obra que le había valido su prestigio ante Carlos el Sabio, el Tratado de los Puntos y Signos. En 1387 moriría cubierto de deudas, a la hora por él anunciada.

En 1389, a los dos años de la muerte de su padre, la peste se lleva de forma fulminante al joven notario real y Cristina, viuda con tres hijos a los veinticinco años, descubre de golpe la apurada situación económica en que se encuentra. No sólo el rey había dejado de pagar los honorarios de su secretario, sino que unos mercaderes deshonestos se habían aprovechado de su inexperiencia para robarle la dote de sus hijos.

Para no dar que hablar en la corte, la joven viuda no se atreve a dirigirse a sus compatriotas, los banqueros lombardos, y recurre a unos usureros judíos, visita de la que siempre se acordará con sonrojo, á face rougie. Empieza ahora para esa enérgica mujer una larga pelea de juicios y pleitos para recuperar parte de sus bienes. Aquella dura experiencia, que tuvo que sobrellevar junto con la muerte de un hijo recién nacido, resultó ser la forja donde se hizo esta verdadera femme de lettres. Las opciones para una mujer en su situación en esta época eran dos: un nuevo matrimonio o la reclusión en un convento.

Sorprendentemente, Christine no se resignó a un destino que ella no deseaba y tomó una tercera y valiente alternativa: se convertiría en escritora profesional y mantendría a su familia con los ingresos que le proporcionaran sus escritos. O como ella explicó de un modo elocuente: «tuvo que transformarse en hombre para hacerse patrón de la nave» de su necesitada familia.

Christine_de_Pisan_-_Project_Gutenberg_eBook_12254Cristina se encerró entonces en su estude («estudio») -la misma palabra designaba entonces en francés, como hoy en español, en alguna medida, la actividad intelectual y el lugar donde se ejercía- para dedicarse a la literatura.

Su perseverancia dio pronto sus frutos. Miembros de la corte solicitaron de Christine una elegía de Carlos V. Nacía así Le livre des faits et bons moeurs du sage roi Charles V, la primera obra escrita por encargo y que dio a Christine una importante recompensa económica

Pronto fue una escritora muy conocida. Su obra pasó de poemas canciones y baladas de tema amoroso  a asuntos más comprometidos como la filosofía, la política, la historia, la moral o el derecho de la mujer en la sociedad.

Sus numerosos  poemas líricos se organizan en colecciones que siguen una trama narrativa, muchos de los cuales están extraídos directamente de su experiencia personal. Sus primeros poemas y baladas de amores perdidos transmitían  la tristeza de su prematura viudez y se hicieron populares de inmediato. Uno de los más famosos es el que comienza con la estrofa Seulete suy et seulete vueil estre («Solita estoy y solita quiero estar»):

Seulete suy et seulete vueil estre;
seulete m’a mon doulx ami laissiée;
seulete suy, sans compaignon ni maistre;
seulete suy, dolente et couroiucié;
seulete suy en languour mesaisiée:
seulete suy plus que nulle esgarée;
seulete suy sans ami demourée.
Solita estoy solita quiero estar;
solita me ha dejado mi dulce amigo
solita estoy sin compañero ni maestro;
solita estoy, desdichada y enfurecida
solita estoy, de languidez aquejada;
solita estoy, más que ninguna abandonada;
solita estoy, al quedar sin amigo.
Su forma

En este vídeo podéis escuchar algunas canciones y baladas de Christine de Pizan:

La popularidad de la joven escritora se incrementó y pronto contó con el apoyo de muchos nobles: los duques de Borgoña, el rey Carlos VI y su esposa, la reina Isabela de Baviera.

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Christine de Pizan dedicó a Margarita de Borgoña el Libro de las tres virtudes (Le livre des trois vertus, 1406), en el que le aconsejaba «lo que debía aprender y cómo debía comportarse». El manuscrito pudo haber sido encargado por el padre de Margarita, Juan Sin miedo.

Christine_pisan_incunabula.jpgMargarita luego estuvo casada, en segundas nupcias, con Arturo III de Bretaña, conde de Richmond, quien en su madurez combatió en el bando de Juana de Arco. El poema de Christine de Pizan dedicado a la «doncella de Orléans» pudo haber sido encomendado por Margarita de Borgoña antes de fallecer.

Probablemente el rey Carlos encargó a Christine una obra para su hija, Margarita de Borgoña: Le Livre des trois vertus (El libro de las tres virtudes) que Christine dedicó a Margarita y en el que le aconsejaba «lo que debía aprender y cómo debía comportarse».

En 1400 escribió Las epístolas de Otea a Héctor (L’Épistre d’ Othéa à Hector), una colección de 90 cuentos alegóricos. En 1403 escribió dos libros el Libro de la mutación de la fortuna (Livre de la mutation de fortune), un largo poema con ejemplos de su vida y otros personajes famosos y El camino del largo estudio (Le Chemin de long étude).

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La ciudad de las damas (1405)

La obra más conocida de Christine de Pizane es La ciudad de las damas (1405), considerada como precursora del feminismo occidental y que la situó en el inicio de la llamada «querelle des femmes» (querella de las mujeres).

La querella fue un debate literario y académico que se desarrolló a lo largo de varios siglos desde fines del siglo XIV, en la Europa medieval, hasta la Revolución Francesa. En este debate se defiende la capacidad intelectual de las mujeres y su derecho a acceder a la educación y a la política frente a la misoginia imperante. Se afirma que esta capacidad no es una cuestión de naturaleza sino social, de posibilidad de acceso al conocimiento. La querella se manifestó públicamente en tertulias y generó numerosos escritos en torno al valor, la diferencia y las relaciones entre ambos sexos.

Christine de Pizan es la primera mujer que interviene en este debate de manera pública con su obra La ciudad de las damas  un alegato a favor de la mujer para la que reclama un lugar en el mundo, así como una clara crítica a la misoginia imperante en aquel mundo medieval.

La ciudad de las damas es la respuesta al popular Roman de la Rose de Jean de Meung que afirmaba: «Todas ustedes son, fueron o serán putas por acción o por intención».  Christine dirá a propósito: «y que no se me reproche como locura, arrogancia o presunción e! haberme atrevido, yo, una mujer, a reprehender y criticar a un autor tan sutil y a regatear elogios a su obra, cuando él, un hombre sólo, se atrevió a difamar y censurar a todo e! sexo femenino sin excepción».

Asimismo, ofrece la autoridad de Dante como alternativa a Jean de Meung capitalizando en beneficio suyo la gran admiración que sentía la corte francesa hacia el humanismo italiano, todavía poco conocido. Cristina sería sólo la segunda
escritora, tras Philippe de Mézieres, en citar a Dante y aconseja irónicamente a Pierre Col, uno de sus más férreos oponentes, que pida a alguien que le traduzca y explique a Dante, que escribe en lengua florentina.

También es una respuesta implícita a Ciudad de Dios de San Agustín, y  se inspira igualmente en la obra de Boccaccio.  El libro está escrito como un diálogo entre un  estudiante y  su maestro. Las figuras alegóricas de la Razón, la Justicia y la Rectitud conversan con Christine y la invitan a construir una ciudad para mujeres famosas del pasado y para mujeres virtuosas de todos los tiempos, en un mundo hecho para los hombres. En esta ciudad alegórica están «alojadas» una amplia gama de mujeres ilustres de la historia. Cada mujer nombrada va a ser un ejemplo que de argumentación contra cada de los insultos misóginos frecuentes en la sociedad medieval.

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El argumento principal de nuestra autora en la Querella es el que expresó primero en la Epístola al Dios Amor, y que había de hacer aún más suyo en La Ciudad de las Damas: «Si las mujeres hubieses escrito los libros, estoy segura de que lo habrían hecho de otra forma, porque ellas saben que se las acusa en falso».

La Ciudad de las Damas parte, como se ha dicho, de una alegoría que se representa por medio de las ilustraciones que lo acompañan. El libro de la historia de las mujeres se presenta incompleto o mal escrito por culpa de autores masculinos, como una serie de piedras que habrá que tallar y colocar, o desechar, para levantar la Ciudad a medida que se construye el texto, hasta terminar el recinto perfecto. Si miráis en la miniatura que tenéis más arriba, justo encima de este texto veréis  que refleja la ecuación: libro igual ciudad. La miniatura consta de dos escenas yuxtapuestas, que equiparan los libros abiertos sobre la mesa de la escritora con las piedras que Razón le ayuda a colocar para ir construyendo el primer trozo de muralla. En la última miniatura, en cambio, la Virgen, acogida como una reina en una Ciudad ya terminada, lleva en sus manos un libro cerrado.

Aquí podéis leer el primer capítulo de este libro:

                                                              Aquí empieza
el libro de La Ciudad de las Damas,
cuyo primer capítulo cuenta cómo surgió
este libro y con qué propósito

Sentada un día en mi cuarto de estudio, rodeada toda mi persona de los libros más dispares, según tengo costumbre, ya que el estudio de las artes liberales es un hábito que rige mi vida, me encontraba con la mente algo cansada, después de haber reflexionado sobre las ideas de varios autores. Levanté la mirada del texto y decidí abandonar los libros difíciles para entretenerme con la lectura de algún poeta. Estando en esa disposición de ánimo, cayó en mis manos cierto extraño opúsculo, que no era mío sino que alguien me lo había prestado. Lo abrí entonces y vi que tenía como título Libro de las Lamentaciones de Mateolo. Me hizo sonreír, porque, pese a no haberlo leído, sabía que ese libro tenía fama de discutir sobre el respeto hacia las mujeres. Pensé que ojear sus páginas podría divertirme un poco, pero no había avanzado mucho en su lectura, cuando mi buena madre me llamó a la mesa, porque había llegado la hora de la cena. Abandoné al instante la lectura con el propósito de aplazarla hasta el día siguiente. Cuando volví a mi estudio por la mañana, como acostumbro, me acordé de que tenía que leer el libro de Mateolo. Me adentré algo en el texto pero, como me pareció que el tema resultaba poco grato para quien no se complace en la falsedad y no contribuía para nada al cultivo de las cualidades morales, a la vista también de las groserías de estilo y argumentación, después de echar un vistazo por aquí y por allá, me fui a leer el final y lo dejé para volver a un tipo de estudio más serio y provechoso. Pese a que este libro no haga autoridad en absoluto, su lectura me dejó, sin embargo, perturbada y sumida en una profunda perplejidad. Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga– parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio. Volviendo sobre todas esas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter y mi conducta y también la de otras muchas mujeres que he tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de mediana y modesta condición, que tuvieron a bien confiarme sus pensamientos más íntimos. Me propuse decidir, en conciencia, si el testimonio reunido por tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más que intentaba volver sobre ello, apurando las ideas como quien va mondando una fruta, no podía entender ni admitir como bien fundado el juicio de los hombres sobre la naturaleza y conducta de las mujeres. Al mismo tiempo, sin embargo, yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia –me parece que todos habrán tenido que disfrutar de tales facultades– hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras que me era casi imposible encontrar un texto moralizante, cualquiera que fuera el autor, sin toparme antes de llegar al final con algún párrafo o capítulo que acusara o despreciara a las mujeres. Este solo argumento bastaba para llevarme a la conclusión de que todo aquello tenía que ser verdad, si bien mi mente, en su ingenuidad e ignorancia, no podía llegar a reconocer esos grandes defectos que yo misma compartía sin lugar a dudas con las demás mujeres. Así, había llegado a fiarme más del juicio ajeno que de lo que sentía y sabía en mi ser de mujer.
Me encontraba tan intensa y profundamente inmersa en esos tristes pensamientos que parecía que hubiera caído en un estado de catalepsia. Como el brotar de una fuente, una serie de autores, uno después de otro, venían a mi mente con sus opiniones y tópicos sobre la mujer. Finalmente, llegué a la conclusión de que al crear Dios a la mujer había creado un ser abyecto. No dejaba de sorprenderme que tan gran Obrero haya podido consentir en hacer una obra abominable, ya que, si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que contiene el poso de todos los vicios y males. Abandonada a estas reflexiones, quedé consternada e invadida por un sentimiento de repulsión, llegué al desprecio de mí misma y al de todo el sexo femenino, como si Naturaleza hubiera engendrado monstruos. Así me iba lamentando:
–¡Ay Señor! ¿Cómo puede ser, cómo creer sin caer en el error de que tu sabiduría infinita y tu perfecta bondad hayan podido crear algo que no sea bueno? ¿Acaso no has creado a la mujer deliberadamente, dándole todas las cualidades que se te
antojaban? ¿Cómo iba a ser posible que te equivocaras? Sin embargo, aquí están tan graves acusaciones, juicios y condenas contra las mujeres. No alcanzo a comprender tamaña aberración. Si es verdad, Señor Dios, que tantas abominaciones concurren en la mujer, como muchos afirman –y si tú mismo dices que la concordancia de varios testimonios sirve para dar fe, tiene que ser
verdad–, ¡ay, Dios mío, por qué no me has hecho nacer varón para servirte mejor con todas mis inclinaciones, para que no me equivoque en nada y tenga esta gran perfección que dicen tener los hombres! Ya que no lo quisiste así y no extendiste hacia mí tu bondad, perdona mi flaco servicio y dígnate en recibirlo,
porque el servidor que menos recibe de su señor es el que menos obligado queda.

Así, me deshacía en lamentaciones hacia Dios, afligida por la tristeza y llegando en mi locura a sentirme desesperada porque Él me hubiera hecho nacer dentro de un cuerpo de mujer.

Si os apetece ver uno de los manuscritos de la obra de Pizan podéis hacer clic en la imagen y disfrutaréis de una copia famosa propiedad de Jean de Berry,(1340–1416), un gran bibliófilo de la Casa de Borgoña. con bellas ilustraciones algunas de las cuales hemos utilizado en esta entrada.

La ciudad de las damas

Christine de Pizan  ya había escrito anteriormente otras obras  en defensa de las mujeres y en contra del citado Jean de Meung: la Epístola al Dios de Amores (L’Épistre au Dieu d’amours, 1399) donde se opone a las actitudes cortesanas con respecto al amor y su Dicho de la Rosa (Dit de la Rose, 1402). Poco antes de escribir La ciudad de las damas escribió su autobiografía, La visión de Christine (L’Avision de Christine), escrita en 1405 como réplica a sus detractores y al que dio continuidad con La ciudad de las damas.

Christine de Pizan, pacifista convencida, estaba devastada por las consecuencias de la Guerra de los Cien años, y se retiró a vivir a un convento a partir de 1418. Contemporánea de Juana de Arco, quien convenció al rey Carlos VII de expulsar a los ingleses de Francia. Christine de Pizan escribió en 1429 su Canción en honor de Juana de Arco (Ditie de Jehanne dArc), donde celebra su aparición pues, según de Pizan, reivindica y recompensa los esfuerzos de todas las mujeres en defensa de su propio sexo. Después de completar este poema en particular, parece que de Pizan, a los 65 años, decidió poner fin a su carrera literaria. Christine de Pizan murió en 1430.

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Si os apetece saber algo más sobre esta importante escritora, podéis oír este podcast de la UNED donde Manuel Fernando Ladero, profesor de Historia Medieval y Ciencias y Técnicas Historiográficas nos habla de Christine de Pizan.