La Gran conquista de Ultramar (c. 1284 – c. 1312)

La Gran conquista de Ultramar es una extensa narración histórico-novelesca de principios del siglo XIV. Se trata de uno de los más antiguos monumentos de la prosa castellana culta y que fundamentalmente pretende ser la historia de las cruzadas, para la que sigue el texto de Guillermo de Tiro a través de la traducción francesa llamada Estoire d’Outre-mer o Livre d’Eracles. Pero al mismo tiempo el adaptador castellano echa mano de relatos poéticos relativos a la primera cruzada, como son la versión provenzal del Cantar de Antioquía y la francesa del Cantar de Jerusalén, así como los cantares franceses titulados Los cautivos y el Caballero del Cisne, que incorporan a la gran obra castellana la leyenda de las mocedades de Godofredo de Bouillon. Estos modelos provenzales y franceses hacen de la Gran conquista de Ultramar un libro variadísimo y de lectura distraída, en el que unos elementos rigurosamente ciertos de la historia de las cruzadas se interfieren con tramas y episodios novelescos y cargados de elementos fantásticos y legendarios, gracias a lo cual este extenso libro castellano se puede colocar sin reparo alguno entre las obras de imaginación y considerarlo un precedente de los libros de caballerías.

La Gran conquista de Ultramar se compone de cuatro libros:

  • Libro primero: Orígenes de la Primera Cruzada, «Historia del Caballero del Cisne» y comienzo de la vida de Godofredo de Bouillón.
  • Libro segundo: Conquista de Antioquía.
  • Libro tercero: Conquista de Jerusalén, elección de Godofredo como rey, muerte de este y relato sobre sus sucesores.
  • Libro cuarto: Muerte de Baldovino. Historia de los últimos reyes de Jerusalén y de las siguientes cruzadas.

Los relatos fabulosos y legendarios, a veces muy extensos introducidos en la Gran conquista de Ultramar no siempre han entrado a formar parte de ella con absoluta lógica narrativa. Si bien la famosa leyenda de los niños convertidos en cisnes halla su razón de ser en el hecho de tratarse de la poética genealogía del que podríamos considerar el protagonista de la obra, Godofredo de Bouillon, cuando con un pretexto marginal el libro se desvía de su línea para relatar las mocedades de Carlomagno, el curso de la narración se interna por caminos extraños al tema principal, y nos damos cuenta de que este anónimo prosista, que al parecer está sobrado de tiempo y que gusta de escribir páginas y mas páginas sobre maravillas y portentos por los que siente especial predilección, quiere poner a disposición de sus lectores una auténtica selva de aventuras, que les proporcionarán muchas horas de placer y suspensión.

La leyenda del caballero del Cisne, presunto abuelo de Godofredo, tan divulgada por el folclore y por la versión de Lohengrin, constituye uno de los episodios más interesantes de la Gran conquista de Ultramar, y es, de hecho, uno de los primeros relatos caballerescos de carácter maravilloso con que cuenta la literatura castellana, en la que tanto abundarán las narraciones de este carácter.

La Gran Conquista de Ultramar se nos ha conservado en cuatro manuscritos, cuyos colofones suscitan no pocos problemas ya que unos atribuyen la obra a Alfonso X y otros a Sancho IV.

 

 

Por lo tanto, podría pensarse en una composición en tres etapas:

  1. Una primera alfonsina en que se traduce la versión francesa de la Historia rerum in partibus transmarinis gestarum de Guillermo de Tiro, conocida como Eracles, para la General Estoria.
  2. Ya en la corte de Sancho IV se convierte esta traducción en una compilación pseudo-historiográfica.
  3. Con la muerte del monarca, se potencian los componentes de ficción caballeresca que pueden servir para educar al nuevo joven rey.

Un fragmento de la Gran conquista de Ultramar

Los niños que se convirtieron en cisnes

El conde Eustacio, vasallo del rey Liconberte, debe partir en ayuda de su señor. Antes de ello deja a su mujer, a punto de dar a luz, al cuidado del caballero Randoval.

 Después que el conde Eustacio fue en ayuda de su señor, el rey Liconberte el Bravo, entre-tanto que estaba allá, llegó el tiempo que la dueña hubo de parir, y parió de aquel parto siete infantes, todos varones, las más hermosas criaturas que en el mundo podrían ser. Y así como cada tino nacía, venía un ángel del cielo y ponía a cada uno un collar de oro al cuello. Y el caba­llero en cuyo poder había dejado el Conde a su mujer y toda su hacienda, desde que esto vio, quedó muy maravillado; e pesole mucho, y hacíalo con razón, pues en ese tiempo, toda mujer que de un parto pariese más tic una criatura era acusada de adulterio, y matábanla por ello. Y por ello pesaba mucho al caballero en cuya encomienda’ la dueña quedara; pero conortaba él en sí por razón que él creía que los infantes nacían con los collares de oro, y parecíale que era cosa que venía de la mano de Dios, y por ventura que no debía morir, sino escapar de muerte por este milagro.

E hizo sus cartas para el Conde su señor, y trabajó en hacerlas lo mejor notadas’ que él pudo, y en cómo pariera la Condesa; y contole en ellas todo su hecho de ella y de lo que parie­ra, y enviolas al Conde con un su escudero. Y el escudero fue luego con ellas, y yéndose, hízo­se el camino por aquel castillo a donde estaba la madre del Conde; y fue así que hubo de verla. Y la madre del Conde, cuando vio aquel escudero, fue muy alegre y contenta con él. Y sacolo luego aparte y comenzole a preguntar, y la primera pregunta fue si había parido su nuera. Y el escudero díjole que sí, y que había parido siete infantes, y cada uno de ellos había nacido con un collar de oro al cuello y que tales cartas v tal mandado llevaba al Conde. Y la condesa Gine­sa, cuando esto oyó, túvolo por maravilla, y pesole mucho, porque entendió que era hecho de Dios; pues no había placer de ningún bien que oyese decir que a su nuera viniese, y así lo dio a entender, que no la quería bien, según adelante oiréis.

La Condesa, en cuanto hubo hechas sus preguntas al escudero, mandó llamar a su mayor­domo, y díjole que cuidase muy bien de aquel escudero, y le diese de comer y de beber cuan­to quisiese. Y en cuanto el escudero hubo bien comido, mandole dar a sabiendas de muchos vinos, cada uno de una clase, con voluntad de embeodarle; y esto hacía la Condesa por amor que en cuanto fuese beodo se le hurtasen las cartas que llevaba. Y el escudero, después que fue bien harto, bebió demasiado: lo uno, por razón del vino que le daban, de muchas guisas y le sabía todo muy bien; y lo otro, por razón que venía muy cansado del camino bebió tanto, que se tuvo que dormir allí donde estaba. Y la Condesa, en cuanto vio que el escudero dormía, fue a él y hurtole las cartas de la barjuleta donde las traía, y leyolas; y mandó hacer otras contra­rias de aquéllas para cl Conde, su hijo, en que dijo que le hacía saber que su mujer había pari­do siete podencos, todos de un parto, y que cada podenco había nacido con un collar de oro­pel al cuello. Y no quiso mentarle ninguna cosa de los collares de oro; pues ella intentaba, en cuanto podía, deshacer el bien y lo que a la dueña su nuera aprovechara. Y en cuanto estas car­tas tuvo hechas y cerradas, metiolas en la misma barjuleta, así como el escudero antes las llevaba.

Y cl escudero no sabía de esto ninguna cosa, ni pensaba en tal traición como ésta. Y cuan­do amaneció, levantose muy seguro, sin sospechar de ningún daño semejante, y fue para la Condesa a despedirse de ella, pues así le convenía hacer. Y dijo la Condesa que se fuese a la gracia de Dios, y tratase cuanto pudiese en estar pronto con el Conde y llevarle bien y leal­mente cl mensaje que le era encomendado; y mandole que a la vuelta viniese por ahí y no hicie­se otra cosa. Y cl escudero díjole que le placía y que lo haría de buena mente. Y entonces comcnzóse de ir lo más pronto que yudo, como quien había gana de haber respuesta de su señor; mas en esto iba él engañado.

El escudero lleva las cartas al conde. Una vez que las lee, y movido por el inmenso amor a su mujer, le pide a Bandoval que respete la vida de sus hijos y de su esposa. Pero en el viaje de vuelta, el escudero vuelve a recalar en el castillo de la condesa, quien de nuevo le cambia las cartas por otras en las que insta a Bandoval a que mate a toda la familia.

 

Aquel caballero Bandoval, después que hubo recibido las cartas, pensando que eran de sil señor Conde, abriolas, y en cuanto las hubo leído, fue muy triste y muy cuitado por aquello que en ellas mandaba que hiciese. Y pesole muy de corazón, que más no podría ser, ya que le parecía gran crudeza matar dueña tan apuesta y tan hermosa; y además, que era mujer de su señor, y su señora, y quedando a él encomendada. Y sabía él muy bien, como quien la tenía en guarda, que ella era sin yerro y sin culpa para pasar por tal hecho, y en matar también a aque­llos siete infantes, que eran las más hermosas criaturas que en el mundo pudiesen ser. Y por estas razones fue secretamente el caballero a mostrar las cartas a la dueña; y la dueña, en cuan­to oyó aquel mandado tan cruel y tan mortal, fue por ello tan triste, que en poco estuvo que no se le salió el alma. Y en cuanto entró en su acuerdo, comenzó a rogar al caballero, dicién­dole que por amor de Dios, que le hiciese tanto bien, que si habían de morir algunos de sus hijos, que matasen a ella y no a ellos, pues si pena alguna ahí había de haber, que ella la mere­cía, y que ella la padeciese, y no las criaturas, que no habían pecado. Entonces dijo el caballero: -Señora, esto no era razón que yo lo hiciese; mas atreviéndome en la merced de mi señor el Conde, os dejaré a vos con vida, y mandaré matar los infantes.

La dueña, cuando aquello oyó, fue muy triste, y obedecíale, pues en tiempo estaba que no podía hacer otra cosa.

Oídas estas razones, aquel caballero Bandoval tomó los niños y mandolos llevar al desier­to; y fue con ellos, él llorando muy recio, porque le parecía gran crueldad matar aquellos niños; mas él no podía hacer otra cosa sino cumplir cl mandado de su señor. Y en este hecho andaba él engañado, aunque no tenía él ninguna culpa. Y en cuanto estuvieron en el desierto con los niños él y los escuderos que los llevaban con él, comenzolos a mirar, y pensando en el hecho que quería hacer, y cómo no se podía desviar, compadeciose mucho de ellos, tanto, que no se decidía a degollarlos. Y catándolos muchas veces, viéndolos tan hermosos y tan apues­tos, tuvo mayor lástima de hacerlos matar. Entonces consideró para sí que era mejor y mayor piedad dejarlos allí en el desierto a su ventura y a la voluntad de Dios, que no matarlos y ensu­ciar sus manos y su alma. Y aunque la mala costumbre lo mandase, los niños no habían hecho ninguna cosa por que debiesen morir. Y sobre todo, eran hijos de su señor, como lo sabía él muy bien, que había tenido a su madre en guarda. Dejolos entonces allí en el desierto, a los siete juntos, pues ellos no habían de poder separarse uno de otro –como aquellos que no sabían aún andar, ni se podían levantar ni volver a ninguna parte, ni otra cosa hacer sino estar llorando queditos–; y allí donde yacían, no se parecían a otra cosa tanto como a lechigada ­de podencos, cuando nacen y yacen todos en su cama envueltos unos con otros. Y dejolos allí de esta guisa, y encomendolos a Dios y fuese

Dios envía una cierva para que alimente a los niños.

Y al cabo de días, pasó por ahí un ermitaño, que tenía por nombre Gabriel; y era hombre de santa vida, y estaba en aquel desierto la ermita en que moraba. Y andando en esa montaña y viniendo por allí, húbose de encontrar con aquellas criaturas y cuando las vio, maravillose mucho, como aquel que nunca otra tal cosa viera en aquel lugar ni aun en otro, y comenzose a santiguar mucho, pensando que eran pecados que le querían engañar; pero todavía íbalos mirando, y llegose más hasta ellos. Y en cuanto se les llegó bien cerca, puso la mano en ellos uno a uno y entendió que eran cuerpos y cosa carnal, y pareciole que era hecho de Dios. Y entonces tomolos todos en su hábito y comenzolos a llevar hacia aquella su ermita donde él moraba y según los llevaba, comenzó la cierva a ir en pos de él, y él maravillose mucho; y en cuanto vio que le seguía la cierva y que no se quería partir de su rastro, pensó que aquella cier­va había criado aquellas criaturas hasta aquel tiempo.

Y entonces puso los niños muy quedo e arrcdrósel3 de ellos un poco; y la cierva, en cuan­to vio que cl ermitaño había así dejado las criaturas allí, y le vio arredrado de ellos, fuese luego para ellos. Y llegose muy quedo, c hincó los hinojos, como solía, y dioles de mamar, así como hacía en el tiempo de hasta allí. Y en cuanto los hubo dado de mamar, comenzoles a lamer y a limpiarlos muy bien; y arredrose de ellos un poco. Viendo todo esto el ermitaño, entonces vino a ellos, y tornolos a llevar en su hábito v fuese con ellos para su ermita. La cierva también comenzó a ir en pos de él, y vio todo aquello cl ermitaño y en cuanto hubo andado un rato, entendió que las criaturas habrían gana de mamar. Púsolas quedo en el campo, como la otra vez, y arredrose de ellos; y llegose la cierva luego y dioles de mamar cuanto quisieron. Y así fue yendo en pos del ermitaño aquella cierva, gobernando aquellas criaturas, hasta que el ermi­taño llegó a su ermita. […]

Y en cuanto vio que ya estaban para andar, por amor de ganar algo con ellos, dejó el uno en casa y tomó los seis y salió y se los llevó consigo, para que anduviesen con él por aquellos luga­res por donde solía él andar, y pedía con ellos. Y dejando el uno de ellos que era el mayor de cuerpo y más entendido, anduvo con los otros seis por la tierra. Y así andando con ellos, al cabo de tiempo hubo de acaecer a venir en aquel castillo que decían Castielforte, donde estaba la condesa Ginesa, madre de aquel conde Eustacio, padre de estos siete niños. Y andando por la villa, la gente del castillo, que conocía al ermitaño (que había allí venido otras veces, y nunca con él vieron otro andar, sino él solo), maravilláronse adónde hubiera aquellos niños que venían tan apuestos y tan hermosos. Y comenzábanle a preguntar muy afincadamente quién se los había dado o de quién eran hijos y el ermitaño nunca lo quiso decir a hombre ninguno.

La condesa manda llamar al ermitaño y le pregunta dónde ha encontrado a los niños. El ermitaño, que desconoce las malvadas intenciones de la condesa, le revela el secreto y ella le pide entonces que le entregue a los niños para educarlos con todo cuidado. No sin dolor, el ermitaño los deja en la corte y al poco tiempo la condesa encarga a dos escuderos, Dransot y Frongit, que maten a las criaturas.

Dransot y Frongit, aquellos dos escuderos, por cumplir el mandado de su señora la Con­desa (pues era muy fuerte dueña y muy brava, y teníanla gran miedo), echaron mano a los niños y comenzaron luego muy aprisa a quitarles los collares, para degollarlos luego y cum­plir lo que les era mandado. Mas tan deprisa no hubieron quitado los collares, que ellos muy más deprisa no fueron hechos cisnes, y saliéronseles por entre las manos y fuéronse aprisa por una ventana que había en la cámara de la condesa, donde se ponía ella a solazarse, porque era aquella ventana de muy buena vista a todas partes.

Y cuando esto vieron Dransot y Frongit, pesoles mucho, no por los mozos que así escapa­ban de aquella muerte tan desaguisada», mas por razón que no cumplieran ellos aquello que les fuera mandado, con miedo de (a Condesa, que era muy brava, como es dicho, y les haría algún mal. Y pesoles de esto a los escuderos, como decimos; mas mucho más pesó a la Con­desa, porque la su crueldad no se cumplía así como ella codiciaba. E hiciéronse muy maravi­llados la Condesa y los escuderos de tan gran milagro como aquel que aquella hora se hiciera ante sus ojos, viéndolo ellos, y en esto entendieron que aquello no podía ser sino hecho de Dios. Mas, por todo eso, la Condesa no era movida» por aquella maravilla, y quería dar cabo a aquella mala obra–si pudiese– que había comenzado: lo uno por el gran mal que quería a su nuera; lo otro, porque se temía de los mozos –que si viviesen– que recibiría de ellos el galardón que debía, según aquello que ella contra ellos había comenzado y había hecho ya; y por esto obraba ella de tan de gana el hecho, como ya oísteis.

Y en todo esto, en cuanto vio el milagro que Dios hiciera, como era muy entendida dueña en todo mal, creyó que en otra cosa no les podría hacer daño sino en mandar deshacer aque­llos collares, y que después perderían ellos la virtud que en ellos había. Y envió luego por un platero» muy bueno y fueron por él, y él vino luego ante ella. Y ella demandó los collares y trajéronselos. Y diolos al platero, y mandó que él hiciese de aquellos seis collares una copa muy buena para su mesa y el platero tomolos y dijo que lo haría. Y fuese para su casa con ellos, y comenzó luego a fundir un collar; y en fundiéndolo comenzó el oro a crecer, y creció tanto, que semejaba que más oro había en aquél solo, que no podía haber en todos los seis collares. Y cl platero, en cuanto vio que cl oro así creciera, diole luego la voluntad que guardase los cinco collares y que no los fundiese, y que hiciese la copa de aquel oro de aquel collar, pues que así creciera; y además, que entendió que esto por Dios venía, y no quiso más fundir, y guardó muy bien los otros cinco que quedaban. E hízolo como hombre bueno y entendido, en manera que hombre del mundo no se lo entendiese. Y él era muy sutil maestro y sabía mucho de aquella arte. Y de aquel collar que fundió, hizo la copa muy buena y muy sutil» Y muy bien labrada, y muy hermosa y grande.

Y en cuanto la hubo hecho, llevola ante la Condesa, y la Condesa fue muy pagada de ella y maravillose mucho cómo era tan grande, pues le semejaba que en todos los seis collares no podía haber tanto oro de que tan gran copa como aquella se hiciese. Y preguntó entonces al maestro si metiera todos los seis collares en aquella copa, o si pusiera más oro de lo suyo; y él dijo que todos los seis collares metiera en ella, y que de suyo no metiera ninguna cosa. Enton­ces la Condesa le agradeció mucho la labor que él hiciera, y alabole mucho la copa, que era muy grande y muy hermosa, y que le semejaba-que de tan poco oro que hiciera muy gran­de y muy hermosa copa-como muy buen maestro y muy sutil. Y quedó ella muy pagada, y prometió al platero que le haría mucha merced.

Y entonces hizo llamar allí a su copero, y mandole que de allí en adelante le diese a beber con aquella copa, y no con otra ninguna. Y esto hacía ella porque la copa era muy bien hecha y muy hermosa a gran maravilla, y tomaba muy gran placer en beber con ella. […]

Aquellos cisnes, después que de la cámara de la Condesa fueron salidos, como es dicho, dieron consigo en aquel lago muy grande y muy hondo, que estaba a la orilla de aquel desier­to donde ellos fueran criados con el ermitaño cuando eran niños. Y andando en aquel lago gobernándose del pescado que en él hallaban –aunque tomaban gran enojo, pues no fueron ellos criados a tal vianda–, estando ellos así allí, acaeció que el ermitaño tuvo que salir a andar por la tierra, como solía, a ganar por los pueblos para pedir su limosna de que viviese en su ermita. Y aquella vez llevaba consigo a aquel otro mozo, hermano de aquellos cisnes, que había quedado en casa para que guardase la ermita, cuando dio los otros a la Condesa. Y a la torna­da, cuando se venían para la ermita, húboseles de hacer cl camino por la ribera de aquel lago donde estaban aquellos cisnes y a la hora que emparejaron con el lago y pasaban cerca de él por un sendero, como los vieron los cisnes, conociéronos luego, y comenzaron todos a salir del lago muy aprisa e irse para ellos. Y cl ermitaño y el mozo, así como los vieron de aquella forma venir a ellos, quedaron muy maravillados. Mas el moro, con el placer grande que tenía de verlos, fuese a sentar cerca de ellos; y los cisnes, con cl placer que habían del ermitaño, que conocían, fuéronse a subir, en cl regazo de ellos y en los hombros de ellos, y comenzaron muy, fuertemente a herir de las alas y a hacer muy grandes alegrías. Y cl mozo, en cuanto vio aque­llas alegrías y que tan seguramente se acercaban a él, metió mano a una talega en que traía pan y carne que les habían dado por Dios en aquellos lugares por donde andaban, y comenzoles a dar de comer. Y los cisnes sabían comer de todas las viandas que les daba el mozo, pues a tales como aquellas fueron ellos criados. Y en cuanto les hubo dado suficiente, dijo el ermitaño que se fuesen, pues era tiempo de acogerse para su ermita. Y cl ermitaño, aunque no lo mostraba al mozo, maravillábase mucho de aquellos cisnes, que así venían a ellos tan seguros; y además, que nunca en ningún tiempo tales aves viera en aquel lugar ni en aquella tierra. Y pensaba para sí qué podría ser aquello de aquellos cisnes; mas nunca en ello pudo caer. Pero después lo supo, y él los mostró al conde Eustacio, su padre, según adelante oiréis. Y por amor de aquellos cis­nes, cada vez que salía para ir alguna parte, nunca por otro camino quería ir sino por allí, por amor de verlos y de darlos de comer. Y cada vez que por allí pasaba, los cisnes salían luego a ellos a recibirlos fuera del lago; y el mozo situábase cerca de ellos, y dábales a comer, y cuida­ba bien de ellos con aquello que traía. Y así los gobernaron un tiempo, hasta que vino de la hueste cl conde Eustacio, su padre, con voluntad del Rey, su señor; pues mucho había caído en su saña, como habéis oído. Y en cuanto llegó a su tierra, supo las nuevas y supo la verdad por la virtud de Dios, que lo mostró, según lo contará la historia adelante.

 

Alfonso X el Sabio (coord..): La Gran Conquista de Ultramar, texto modernizado extraído de R. Rodríguez Marín, J. Rubio Tovar y E. Soler Fiérez: Antología de textos literarios, vol. I, Madrid, Espasa Calpe, 1999.